jueves, octubre 10

¿Lo que PISA evalúa se enseña en nuestro sistema educativo? Una reflexión en torno a la lectura | Educación

En febrero de 2005, tras la publicación de los informes PISA de 2003, Isabel Solé escribía: «No se puede aceptar con naturalidad que tantos alumnos no aprendan a leer de manera funcional. No se les puede pedir que hagan lo que no se les enseña, como tampoco se puede esperar que alumnos diferentes aprendan igual en unas mismas situaciones de enseñanza y aprendizaje».

Un mes antes había publicado Anna Camps en este mismo medio un artículo titulado “La comprensión lectora, problema de todos”, en el que afirmaba: «La escuela ha tenido desde siempre como objetivo enseñar a leer y a escribir. Este ha sido su origen y su justificación primera. Lo que ha cambiado es la concepción de lo que es leer, de lo que es comprender un texto. […] Para avanzar en su dominio no basta con saber gramática, pero tampoco basta con leer en la creencia de que la comprensión del texto es inherente a la actividad lectora. La escuela tiene dos responsabilidades: fomentar la lectura de textos y ayudar a los alumnos (enseñar) a desentrañar textos progresivamente más complejos. Con este objetivo es necesario profundizar en los contenidos específicos sobre los textos que será necesario tomar como objetos de enseñanza y, sobre todo, en qué tipo de actividades escolares pueden facilitar la capacidad de comprensión lectora».

Ambas expertas, pioneras en el estudio de los procesos de comprensión lectora, ponían el dedo en la llaga acerca del hecho de que quizá lo que PISA evaluaba no se enseñaba en nuestro sistema educativo. ¿Han cambiado las cosas de entonces acá?

Para contestar a esta pregunta necesitamos primero conocer el marco teórico de PISA y la concreción de sus pruebas de lectura, matemáticas y ciencias, a fin de determinar si nos parece un horizonte deseable o desdeñable, y compararlo con lo que hacemos día a día en las aulas. Esa valoración es la que habrá de condicionar, después, la atención que prestemos a los resultados de nuestros estudiantes en las evaluaciones internacionales y la conveniencia de modificar o no nuestras políticas educativas y nuestro quehacer en las escuelas.

Así como no hay docente de bachillerato que desconozca la estructura y los saberes exigidos en las pruebas de acceso a la Universidad ―lo que justifica, para bien y para mal, la alta correspondencia entre lo que se aprende en clase y lo que se pregunta en la EvAU, así como el generalizado éxito del estudiantado en estas pruebas―, cabría preguntarse por el grado de conocimiento del profesorado de Secundaria acerca de la estructura y los saberes requeridos en las pruebas de competencia lectora, matemática y científica de PISA. Y, al paso, no vendría mal calibrar la mayor o menor coherencia entre nuestras evaluaciones nacionales y las evaluaciones internacionales, no vaya a ser que unas y otras apunten en direcciones opuestas: no ya complementarias, sino antagónicas.

A pesar de las muchas reservas que suscite en nosotros el hecho de que sea una organización transnacional de carácter económico, la OCDE, la que se haya arrogado la legitimidad de evaluar los sistemas educativos de medio mundo (reservas que hemos hecho explícitas en numerosas ocasiones), no deberíamos desaprovechar cuanto de sus informes trianuales podamos aprender. Por concretar: ¿puede ser PISA una herramienta para la mejora en la enseñanza de la lectura?

Me gustaría invitar a colegas e interesados a leer el documento La lectura en Pisa 2000, 2003 y 2006- Marco y pruebas de la evaluación, así como el Marco teórico de lectura Pisa 2018 y las pruebas liberadas de esa misma edición y juzgar por sí mismos. Considero que su consulta puede resultar enormemente esclarecedora para constatar la distancia entre lo que PISA evalúa y lo que se enseña en nuestro sistema educativo, y servir de revulsivo para conocer los resultados de la investigación acerca de lo que significa leer hoy y cómo podemos contribuir a formar lectores competentes y críticos.

Decía la añorada Emilia Ferreiro que leer y escribir son construcciones sociales, y que cada época y cada circunstancia histórica da nuevos sentidos a esos verbos. Bien lo sabemos. Saber leer significa hoy saber leer textos diversos (en sus temas, estructuras, soportes, propósitos, etc.), de diferentes ámbitos (personal, social, académico y profesional), y además hacerlo con espíritu crítico desde una perspectiva sociocultural. Comprender un texto implica captar su sentido global y la información más relevante en función del propósito de lectura, integrar la información explícita y realizar las inferencias necesarias que permitan reconstruir la relación entre sus partes, formular hipótesis acerca de la intención comunicativa del autor, y reflexionar sobre su forma y contenido calibrando, antes de nada, su calidad y fiabilidad.

Ser un lector competente y autónomo implica poder diagnosticar con precisión los obstáculos que impiden la comprensión cabal de un texto: desde los más sencillos (como desconocer el significado de una palabra) a los más complejos (como seguir el hilo a través de los procedimientos de referencia interna, captar la macroestructura global de un texto o determinar la intención del autor) y desplegar las estrategias que nos permitan superarlos.

Todo ello debe ser enseñado de manera planificada, secuenciada y coordinada. Requiere una formación compartida y una acción sostenida a lo largo de toda la escolaridad y desde todas las áreas del currículo. Esto necesita un sólido apoyo institucional. Por eso no puede entenderse que, salvo contadas excepciones ―pienso, por ejemplo, en la red de bibliotecas escolares de Galicia―, nuestras administraciones educativas hayan permanecido de espaldas a estas urgencias y en muchos casos ni los planes de formación inicial o permanente del profesorado ni las pruebas de acceso a la función docente le den la prioridad que el asunto merece.

La comprensión lectora es un saber básico no porque lo diga la OCDE, sino porque constituye el peldaño imprescindible para poder acometer otros aprendizajes. Es una competencia clave para la inclusión educativa, para el éxito académico de todo el alumnado. Y su desarrollo ha de planificarse a partir de las evidencias de la mucha investigación realizada al respecto, cuidando de no dejarse a nadie en el camino.

Por eso causa estupor que ante los preocupantes resultados en una prueba competencial como PISA, que no mide los contenidos curriculares específicos de unos países u otros sino la capacidad de transferir determinados aprendizajes a contextos de la vida cotidiana, lo que se reclama por parte de algunos sectores es la renuncia a la orientación competencial de los nuevos currículos (de implantación posterior, dicho sea de paso, a los últimos exámenes de PISA), que ponen el acento no solo en el saber, sino en promover su movilización efectiva en diferentes situaciones de la vida personal, social o profesional.

Contenidos y competencias no son excluyentes, digámoslo una vez más. No hay competencia sin contenidos, sin sólidos saberes: es imposible. Pero sí puede haber contenidos sin competencia (como bien sabemos quienes quizá estudiamos inglés durante años y nos sabíamos al dedillo la lista de los verbos irregulares, pero luego éramos incapaces de abrir la boca en una conversación en esa lengua).

Necesitamos, en fin, no solo lectores competentes en PISA, sino también lecturas competentes de PISA que nos ayuden a pasar a la acción. En esa línea, la propuesta por el profesor Bonal en estas mismas páginas hace unos días, relativa a asegurar las condiciones de educabilidad de niñas y niños es sin duda la primera. Garantizar a todo el alumnado la alfabetización necesaria para poder participar en las prácticas letradas de las sociedades del siglo XXI debería ir justo a continuación.

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